Por Alex Dominguez
Correo alexdminguez@gmail.com
■.- Considerando la importancia que tiene el territorio para la vida diaria dónde se construye, cómo crecen nuestros pueblos, qué se protege y qué se destruye, vale la pena detenernos a explicar de manera sencilla qué es la Ley 368-22 y por qué su reglamento de aplicación es tan determinante para el futuro de nuestros municipios.
La Ley núm. 368-22 sobre Ordenamiento Territorial, Uso de Suelo y Asentamientos Humanos es la norma que establece el marco legal para organizar el territorio de la República Dominicana.
En palabras simples, esta ley busca que el país deje de crecer “a lo loco” y comience a hacerlo con planificación: definiendo dónde se puede construir, qué áreas deben protegerse, cómo se manejan los asentamientos humanos y cómo se relacionan el desarrollo económico, el medio ambiente y la seguridad de las personas.
Sin embargo, desde que se aprobó en 2022, la propia Ley 368-22 repetía una frase clave: muchas de sus herramientas e instrumentos debían desarrollarse conforme al reglamento de aplicación. Es decir, la ley decía el qué, pero faltaba el cómo. Sin ese reglamento, la ley era como un carro sin llave: importante, pero inmóvil.
Ahí entra en escena el reglamento aprobado mediante el Decreto 396-25. Con este decreto, el Poder Ejecutivo pone en vigencia el Reglamento de Aplicación de la Ley 368-22 y enciende, por así decirlo, el motor del ordenamiento territorial en el país.
A partir de este momento, los mandatos de la ley dejan de ser una declaración de buenas intenciones y se convierten en procedimientos, plazos y obligaciones concretas para el Gobierno Central, los ministerios, los ayuntamientos, los distritos municipales y también para el sector privado.
Primero lo básico: ¿qué hace este reglamento? El reglamento desarrolla el contenido de la Ley 368-22 y organiza su aplicación. Define quién hace qué, cómo se formulan los planes de ordenamiento territorial, qué criterios se deben tomar en cuenta para el uso del suelo, cómo se tratan los asentamientos humanos en zonas de riesgo, y de qué manera deben coordinarse las instituciones públicas cuando intervienen sobre el territorio.
En términos sencillos, la ley es la idea; el reglamento es el manual de uso.
Una primera idea clave es la obligatoriedad de los Planes Municipales de Ordenamiento Territorial (PMOT). La Ley 368-22 ya establecía que todos los municipios y distritos municipales están llamados a elaborar sus planes, pero el reglamento aterriza esa obligación y la convierte en una tarea ineludible.
Cada gobierno local debe conocer su territorio: identificar zonas de inundación y deslizamientos, riberas de ríos, humedales, suelos agrícolas, áreas urbanas, industriales y turísticas. Con esa información, debe clasificar y calificar el uso del suelo, residencial, agrícola, turístico, industrial, de protección ambiental, entre otros, y luego aprobar su plan mediante ordenanza del Concejo de Regidores o de la Junta de Vocales. Ya no se trata de si hay tiempo o si aparece un proyecto; se trata de cumplir una responsabilidad legal y política con el municipio.
Una segunda idea importante es que el uso del suelo deja de ser un tema que se decide solo por presión económica o por coyunturas. El reglamento establece que las oficinas de planeamiento urbano y los ayuntamientos solo pueden autorizar proyectos de infraestructura si estos son compatibles con la naturaleza y el tipo de suelo, de acuerdo con lo que dispongan los planes de ordenamiento territorial.
Esto significa que no se debe seguir aprobando urbanizaciones en áreas de alto riesgo solo porque alguien tiene influencia, ni rellenar humedales para ganar terreno, ni sacrificar suelos agrícolas productivos sin una visión de largo plazo. El mensaje es claro: el dinero no puede decidir por encima de la vocación del territorio.
El reglamento también dedica atención especial a las zonas con vocación turística y a los grandes proyectos de inversión. En estos casos, no basta con una aprobación municipal.
Además del permiso de uso de suelo del ayuntamiento, se requiere una certificación de no objeción del Ministerio de Turismo, que evalúe la compatibilidad del proyecto con la planificación territorial y con los criterios ambientales.
La intención es evitar el modelo de crecer primero y ordenar después, que tantas veces ha dejado comunidades desplazadas, infraestructuras en lugares inadecuados y ecosistemas seriamente afectados.
Otro aspecto central es el tiempo. La Ley 368-22 establece que los planes de ordenamiento territorial nacional, regional y municipales deben elaborarse en un plazo de 24 meses a partir de la entrada en vigencia del reglamento. Eso significa que, con el Decreto 396-25 en marcha, el reloj ya está corriendo.
Estamos en una verdadera cuenta regresiva territorial. Cada municipio tendrá que decidir si se organiza, convoca a sus equipos técnicos, solicita apoyo y comienza a planificar, o si, por el contrario, deja que el tiempo pase y se quede rezagado frente a una obligación que tarde o temprano le será reclamada.
¿Qué cambia para los ayuntamientos con este reglamento? Cambia casi todo. Ganan poder, pero también responsabilidad. Ya no pueden decir que el ordenamiento territorial “es un tema de Santo Domingo” o de otro ministerio.
Ahora tienen la obligación de organizar equipos técnicos (propios o con apoyo externo), levantar información territorial, trabajar con las comunidades en procesos de consulta y socialización del PMOT, y asumir que el uso del suelo es una competencia que debe ejercerse con criterios, no por improvisación.
Esto, aunque parece muy técnico, impacta directamente la vida de la gente. Un buen ordenamiento territorial significa menos familias viviendo en cañadas o en orillas de ríos; menos casas y escuelas construidas en zonas de alto riesgo; mejores decisiones sobre dónde ubicar parques, mercados, centros de salud, escuelas y equipamientos comunitarios; y proyectos turísticos o de inversión que dialoguen con el entorno, no que lo destruyan. En resumen, más seguridad, más calidad de vida y menos desorden.
El reglamento también abre espacio para la ciudadanía. No es un texto escrito solo para abogados, urbanistas o funcionarios. Cuando habla de procesos participativos y de socialización de los planes, está diciendo que las comunidades tienen derecho a preguntar y a opinar. Cualquier ciudadano puede legítimamente cuestionar: ¿mi municipio ya empezó a trabajar su Plan de Ordenamiento Territorial? ¿Este proyecto que quieren levantar aquí es compatible con el uso de suelo que establece la ley? ¿Se han considerado los riesgos de inundación, deslizamientos o el impacto ambiental que podría generar?
En definitiva, considerando la importancia del territorio para el presente y el futuro de nuestros municipios, el Reglamento de Aplicación de la Ley 368-22, aprobado mediante el Decreto 396-25, no es un documento más. Es la llave que enciende el motor del ordenamiento territorial en la República Dominicana.
Es una oportunidad para que cada ayuntamiento pase de apagar fuegos día a día, a pensar su municipio a diez o veinte años. Es también una prueba de madurez institucional: veremos quién asume el compromiso de planificar y quién se conforma con seguir improvisando.
La ley ya está. El reglamento también. Ahora la gran pregunta, desde el Gobierno Central hasta la última comunidad, es una sola: ¿cuál es el plan para el territorio donde vivimos?
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